12 dic 2008 | Comentar

Un cuento de Navidad, con cocodrilo y todo

Se trata de una de las grandes fiestas de la cristiandad. Por eso, fieles a la orientación católica del BDS, saludamos a la comunidad en su conjunto y les deseamos toda clase de bendiciones, las mismas que Jesús nos trae a través de su llegada al mundo: paz, amor, ternura, alegría…

Pero además, como bien sabemos, la Navidad es una maravillosa tradición social, celebrada entre los pueblos y las culturas más diversos. ¿Quién no guarda en su propio cajón de los recuerdos alguna historia navideña memorable?

Nuestra amiga y lectora de este blog Marta Bendomir nos ha acercado este cuento inédito de su autoría, que más que gato encerrado… ¡lo que tiene es un cocodrilo! Es para compartirlo en familia

Que lo disfruten. Gracias, Marta, por permitirnos su publicación y…¡feliz Navidad para todos! 

Merry Croco-Christmas!

La verdad es que daba miedo.
Me dijera lo que me dijera mi tía Silvia, yo pensaba que en cualquier momento se iba a despertar y nos iba a comer a todos. En esa época era demasiado chica como para saber que los cocodrilos viven en el agua, que necesitan comer y que respiran. Tampoco sabía que se podía endurecer un bicho y dejarlo quietito con la boca abierta, inmóvil para siempre.

La verdad es que daba mucho miedo.
A mi me daba miedo. A mi hermano le daba más miedo, porque era más chiquito. A mi me parecía que a mi abuela María también le daba miedo, porque muchas veces le decía a mi tía:
-No entiendo como podés tener ese bicho en el living de la casa.
Pero así era. En el living de la casa, debajo de una mesa que estaba contra la pared, la tía Silvia tenía un cocodrilo embalsamado.
-Es de mentira, me decían cada vez que me llevaban de visita.
Yo por las dudas me quedaba lejos.
Cuando era de día y los rayos del sol se colaban a través de la persiana, no parecía tan malo. Entonces tomaba coraje y mirando a mi alrededor, para asegurarme de que no hubiera nadie cerca, metía la mano en la boca abierta, llena de dientes, y la sacaba rápido, por las dudas. Nada. No había nada que temer. El cocodrilo estaba bien durito. Bien quieto. Pero quién podía saberlo, quizás solo estaba dormido…
Igual daba miedo.
Los grandes no lo sabían, pero entre los chicos de la familia esta cuestión del «coco» se estaba volviendo un tema muy importante. Hablábamos de él bajito, cada vez que nos encontrábamos. Secreteábamos. Primero hazañas, luego temores.

No sé a quién se le ocurrió. Pero un día nos dimos cuenta de que teníamos un plan…
Objetivo: secuestro de cocodrilo. Ocasión: cena de Nochebuena. En algo coincidíamos todos los primos: estábamos cansados de pasar las navidades pendientes del cocodrilo. Cada uno había intentado, por la suya, pedir y suplicar a sus padres, otro lugar de reunión para las fiestas. Pero nada. Nosotros éramos chicos caprichosos y ellos eran adultos con poder. De modo, que una tarde de diciembre escondidos bajo la cama de mi prima Toti acordamos los detalles del plan «anti-coco».

Navidad era la fecha perfecta, porque a pesar de que el bicho se encontraba en un lugar bastante visible, las fiestas venían con mucho alboroto, mucho paquete y papel de envoltorio por el suelo, mucho ruido, mucha distracción y mucha confianza en que nosotros, los chicos, para esas fechas, solo pensábamos en los regalos.

Mi hermano, que era el más chiquito tenía la misión de distraer encendiendo y apagando las luces. Mientras, nosotras nos encargaríamos de desplazar el cocodrilo hasta debajo de un sillón  y de allí hasta el balcón. Una vez allí Nacho y Pedro lo bajarían a la calle con una cuerda, luego de haberlo embolsado. Abajo, seguramente se lo llevaría el basurero.

Ese día, mi mamá se empecinó, como siempre, en vestirme con un elegante e incómodo vestido azul con florcitas que me hacía parecer la reencarnación de la chica del Mago de Oz. Mi hermano, que había quedado lindo y peinado después del baño, llegó a casa de mi tía Silvia rojo como un tomate y con los pelos parados de todo lo que lloró porque le apretaban los zapatos nuevos.

Cuando llegamos a lo de mi tía, Toti ya estaba ahí, con una bonita y  elegante cartera en la que había guardado a escondidas la bolsa y la cuerda.
A mi me había tocado la cuestión literaria, es decir la nota pidiendo rescate que dejaríamos en el lugar en donde ahora esperaba la victima.
Los tres estábamos  nerviosos, esperando el momento más adecuado para el plan.
Federico, entusiasmado con su parte, ya había practicado subirse varias veces a una silla para subir y bajar el interruptor de la luz. Mi tía, que era de mano rápida ya le había revoleado más de un sopapo a espaldas de mi mamá, que mi hermano se había aguantado heroico, con tal de no arruinar el operativo.

Fue terminar el brindis y empezar con el intercambio de paquetes, risas y comentarios. Toti y yo nos miramos. Pedro le pegó un codazo a Nacho que estaba demasiado concentrado terminando una copa de helado de chocolate y crema.

Federico hizo lo suyo una vez más, y al grito de «Nenequedatequieto» todos se abalanzaron para detenerlo. Mientras, nosotras nos arrojábamos sobre la presa-cocodrilo para esconderla bajo el sillón llenando el lugar vacío con cajas y papeles. Haciendo ver que contemplaban los fuegos artificiales, Pedro y Nacho desaparecieron tras el cortinado que cubría el balcón, para hacer su parte. Segundos después, cada uno de nosotros , con algún regalo en mano ponía cara de estúpida satisfacción. La noche pasó sin que nadie notara la ausencia de la víctima y cada uno de nosotros volvió a su casa con la sensación de haber cumplido la primer misión imposible de su vida.

Al día siguiente, para la hora del almuerzo mi tía nos esperaba con cara de enojada agitando la nota que habíamos dejado en lugar del cocodrilo.
– ¿Qué es esto? , protestaba disponiéndose a leer el contenido en voz alta justo cuando entraban nuestros papás. Escuchen ustedes también, les dijo: «Debido a un pedido recibido del África, he tomado su ermoso cocodrilo para aser feliz a un niño. Papá Noel»
– Es evidente que esto lo han hecho ustedes, nos dijo amenazadora.
Pedro, que era más valiente, le contestó:
– ¿Por qué, Tía? Si es una carta de Papá Noel. A mi también me dejó una carta el año pasado.
De golpe, todos los adultos de la habitación la miraron como si estuviera a punto de cometer un asesinato.
– Es que…. eeeehhhh…., balbuceaba roja, mitad de furia, mitad de nervios. Fue entonces que mi papá se acercó y tomando la carta en sus manos dijo:
– Es evidente que algo extraño ha pasado, porque Papá Noel no escribe con faltas de ortografía.
Me puse pálida y en ese momento sonó el timbre. Era el portero trayendo la bolsa negra con el cocodrilo adentro. «Los 24 no pasa el recolector de basura», le aclaró a mi Tía que no podía creer lo que estaba viendo.
– Te dije que lo tiraras más lejos, se le escapó a Nacho destruyendo definitivamente nuestro secreto, que luchaba aun por sobrevivir.

Ese fin de semana nos quedamos sin salir y el cocodrilo volvió a ocupar su lugar debajo de la mesa de la sala. Pero ya nunca más nos dio miedo. Al contrario, a partir de ese día, decía mi Tía, el cocodrilo tenía miedo de nosotros.

Marta Bendomir

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