¿Bienaventurados?
Los sociólogos explican el fenómeno de la “naturalización” como una especie de “vacuna” contra la sensibilidad social activa, cuestionadora y con capacidad de acción y transformación. La naturalización es lo que haría que tantas veces ya no “veamos” ni nos afecte al parecer aquello que se ha vuelto tan común y corriente que llega a diluirse dentro del paisaje urbano, de las preocupaciones de la gente… y de la conciencia.
Así, los cartoneros, los chicos de la calle, los sin techo, el hacinamiento, la marginación y tantas otras caras de la exclusión social se nos vuelven invisibles de tan habituales, de tan contundentes, ¡de tan reales! Las cosas son como son y punto. ¿Y punto…?
En este contexto, alentado muchas veces desde el poder y desde los medios que nos bombardean y nos anestesian con buenas dosis de Gran Hermano e infinitas “reflexiones” seudo-filosóficas / sociológicas / psicológicas sobre Gran Hermano, resulta una inspiración que el Cardenal Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, haya hecho escuchar una advertencia urgente y punzante, pero sobre todo profundamente cristiana, sobre la exclusión social, en el marco la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que sesiona por estos días en Brasil.
Como destaca un artículo de La Nación publicado el jueves 17 y firmado por Silvina Premat , el prelado hizo referencia a que “la situación del país es similar a la de otras naciones latinoamericanas, donde los excluidos ya no son “explotados” sino “sobrantes” y en el que la injusta distribución de los bienes configura una situación de pecado social que clama al cielo.”
Pero el pecado social, ¿nos duele realmente? ¿Nos da vergüenza? ¿Nos molesta lo suficiente como para que sea motivo de oración y penitencia pero, sobre todo, de conversión permanente y de acción –esa acción a la que nos llama la iglesia y a la que nos invitó Jesús mismo?
Antes, en la era pre-global, los pobres estaban abajo, pero estaban, existían, eran. La movilidad social era una promesa cierta, que en muchísimos casos venía de la mano del estudio y el trabajo sostenido. Hoy los excluidos son más que nunca los “ninguneados” de los que habló Galeano, los nadie, los sin voz (aunque con voto, a veces, sospechosamente, ¡con más de uno!)
Pero, ¿qué podemos hacer? La mayoría de nosotros, miembros de una comunidad educativa, no tenemos en nuestras manos los hilos conductores capaces de modificar políticas económicas o prácticas de estado. Sin embargo, sí tenemos otros poderes, entre ellos:
* el de la palabra. Podemos hablar con nuestros niños y jóvenes — nuestros hijos, nuestros alumnos o nuestros amigos- de la situación social. Ponerle palabras al tema de la exclusión es una manera de “desnaturalizarlo” y hacerlo visible. Llamemos a las cosas por su nombre. Al pan, pan…Y a lo injusto, injusto.
* el de la solidaridad. Puede que sea un gesto pequeño, pero todo vale y todo suma. Aunque abonemos la idea de que es preferible “enseñar a pescar”, un buen bocado de pescado en la panza de un hambreado hoy es infinitamente mejor que nada. Y si lo acompañamos con el poder de la oración, mejor.
* el de la participación política y ciudadana. Partidaria o no — en todo caso, eso es secundario. Pero abstenerse es, de alguna manera, jugarse porque nada cambie. ¿Pienso en el otro, en los otros, cuando voy por la calle, cuando leo el diario o cuando emito mi voto? ¿Pienso en los que tienen más necesidades y menos oportunidades que yo? ¿Hago algo, además de quejarme de que las cosas están mal?
* el de la educación. Pese a ser también, en alguna medida, víctima de la “naturalización”, el ámbito educativo sigue siendo un espacio privilegiado para la toma de conciencia, la acción y la transformación.
En eso estamos… ¿nos acompañan? ??Lo que hagáis a uno de estos pequeños, a Mí me lo hacéis…?? (Mt 25,40).